La primacía, el dominio militar y político de una sola nación sobre otras, ha sido un tema central en la política global desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Si bien es innegable que la presencia militar de Estados Unidos en Europa y Asia tras la guerra ayudó a la rápida recuperación de estos países, muchos se cuestionan si este tipo de orden, sustentado en la fuerza militar y la intervención constante, sigue siendo viable o incluso beneficioso para la paz y la prosperidad mundial. A lo largo de las décadas, han surgido voces que advierten sobre las consecuencias de un enfoque tan unipolar y que plantean que, en algunos casos, una reducción de la intervención de Estados Unidos podría ser más favorable para la estabilidad global.

Los teóricos del orden liberal, como G. John Ikenberry, destacan los valores del internacionalismo liberal, que incluyen la apertura y las relaciones basadas en reglas, defendidas por instituciones como las Naciones Unidas. Ikenberry teme que, sin un liderazgo estadounidense claro y comprometido, estos principios podrían ceder paso a un sistema fragmentado de bloques, redes mercantilistas y rivalidades regionales. Sin embargo, también existe la creencia de que, si los líderes de Estados Unidos tienen en cuenta los intereses legítimos de otras naciones, podría evitarse este colapso del orden liberal.

A pesar de los temores de analistas como Robert Kagan, quien afirma que la alianza democrática que ha sustentado el orden liberal liderado por Estados Unidos está desmoronándose, no todo el mundo coincide en que este proceso esté ya en marcha. Hal Brands resalta la importancia de la credibilidad de los compromisos de Estados Unidos, y cómo su disminución podría llevar al colapso de la estabilidad internacional. Sin embargo, el mismo Brands y otros analistas, como Frank Ninkovich, argumentan que la amenaza inmediata no proviene necesariamente de una agresión directa, sino de la falta de mantenimiento y actualización del sistema. Aun así, muchos expertos pasan por alto la durabilidad del orden actual, que ha demostrado ser más resistente de lo que se pensaba.

El orden internacional de hoy en día no depende únicamente de la influencia de un solo actor. Los muchos países y organismos multilaterales empoderados, además de las organizaciones no gubernamentales, como la Corporación de Internet para la Asignación de Nombres y Números (ICANN) y el Comité Olímpico Internacional, tienen ahora una autoridad legítima que supera la de Estados Unidos. El poder estadounidense sigue siendo relevante, pero ya no es indispensable. De hecho, el mundo sigue funcionando de manera eficaz, y en muchos casos mejora, sin la constante intervención de Estados Unidos.

Otro argumento crucial que los defensores de la primacía defienden es que el poder militar de Estados Unidos es esencial para la estabilidad del comercio global. Afirman que la seguridad proporcionada por el dominio militar estadounidense crea un entorno en el que el comercio puede prosperar sin temor a la competencia bélica entre los estados. Sin embargo, esta teoría de estabilidad hegemonista ha sido debilitada por la realidad de los últimos años. La presencia militar de Estados Unidos en varias regiones ha generado más resistencia local que beneficios duraderos. En muchos casos, como en Irak y Afganistán, las intervenciones militares han conducido a conflictos prolongados y a la desestabilización de áreas enteras, lo que pone en duda si el papel de "gendarme global" realmente contribuye a la prosperidad económica.

Además, el vínculo entre el poder militar de Estados Unidos y los beneficios económicos no es tan claro como algunos sugieren. Los estudios de Daniel Drezner muestran que la estabilidad del sistema económico internacional puede verse apoyada por el poder militar estadounidense, pero que estos beneficios son cada vez más limitados. En realidad, los principales beneficios económicos derivados de la primacía militar solo se obtienen cuando se combina con una primacía económica, lo cual no siempre es el caso. El uso excesivo de la fuerza militar, sin un respaldo adecuado de otros aspectos del poder, tiende a generar rendimientos negativos en lugar de positivos.

De esta manera, es importante reconocer que la primacía no es la única, ni necesariamente la mejor, vía para garantizar la estabilidad global. La cooperación internacional, el respeto por las normas globales y la sostenibilidad de un sistema de gobernanza global más pluralista parecen ser opciones más eficaces a largo plazo. Aunque Estados Unidos sigue siendo una potencia clave, su papel exclusivo en el orden mundial está disminuyendo, lo que permite un mundo más multipolar donde otras naciones pueden tener voz en la configuración del futuro global.

¿Por qué la primacía estadounidense no resulta rentable?

La idea de que Estados Unidos mantiene su hegemonía global para proteger mercados lucrativos y recursos vitales está exagerada. Pocos países están interesados en levantar nuevas barreras proteccionistas o destruir las instituciones que facilitan el comercio mundial, porque tales medidas solo los empobrecerían. Aunque es cierto que la seguridad estadounidense y su prosperidad están vinculadas —pues conflictos importantes en Europa, Medio Oriente o Asia podrían interrumpir el comercio global y afectar la economía estadounidense—, estos escenarios extremos son considerados poco probables.

Los defensores de la primacía argumentan que el poder hegemónico, en este caso Estados Unidos, obtiene beneficios sustanciales por su posición central en el sistema internacional. Esto puede manifestarse de varias maneras: desde negociar términos favorables para la extracción de recursos naturales, mediante coerción o una forma de “imperio informal” donde las élites de los estados protegidos elaboran políticas que también benefician al hegemon, hasta proveer seguridad en espacios globales comunes y ordenar regiones mal gobernadas, lo que favorece un sistema internacional más propicio para el comercio y los negocios.

También sostienen que la misión policial global del ejército estadounidense otorga influencia en negociaciones económicas, permitiendo moldear reglas que brindan ventajas especiales a productores y consumidores estadounidenses. Un estudio del Peterson Institute en 2005 estimó que el orden comercial global posterior a 1945 añadía alrededor de un billón de dólares anuales a la economía estadounidense. Aunque todos han ganado, se considera que Estados Unidos, como potencia dominante y garante de normas globales, es el mayor beneficiado. Tras la Segunda Guerra Mundial, Washington pudo coaccionar a aliados más débiles para seguir sus demandas, especialmente para sostener un gasto militar que excedía sus posibilidades. Sin embargo, a menudo los responsables de la política estadounidense sacrificaron su propio bienestar económico por intereses geopolíticos, incluidos los de sus aliados. Por ejemplo, en la década de 1960, Estados Unidos sacrificó repetidamente la economía en favor de intereses geopolíticos, y cuando Europa cedió a Washington, fue para solucionar problemas que la presencia militar estadounidense había creado o agravado.

Los beneficios económicos netos de la primacía estadounidense han disminuido desde el fin de la Guerra Fría. La caída de la Unión Soviética redujo la disposición de los clientes de seguridad a acatar a Washington en política comercial y económica, dado que la naturaleza de la amenaza cambió y el orden económico internacional ofreció alternativas prácticas al sistema dominado por el dólar. La crisis financiera de 2008 asestó un segundo golpe importante a la influencia estadounidense. De cara al futuro, a medida que disminuye la supremacía militar y económica de Estados Unidos frente a otros actores internacionales, su capacidad para obtener beneficios propios seguirá decayendo.

Es dudoso que la capacidad de las empresas estadounidenses para vender en mercados extranjeros o el gusto de los consumidores estadounidenses por bienes importados dependan directamente del poder militar estadounidense. De hecho, si los líderes estadounidenses fueran menos propensos a intervenir en conflictos extranjeros, el comercio probablemente continuaría e incluso aumentaría. La calidad de los productos, la imagen de prosperidad y la productividad del trabajo estadounidense son los verdaderos factores que atraen a los consumidores extranjeros, no la presencia militar.

Aunque los primacistas afirman que los países prefieren negociar acuerdos comerciales con Estados Unidos porque el ejército estadounidense los protege, no está claro que estas negociaciones dependan realmente de la naturaleza de las relaciones de seguridad. Muchos desean vender a los consumidores más ricos del planeta, incluso sin la garantía de defensa estadounidense. Además, las amenazas estadounidenses de abandonar alianzas carecen de credibilidad, lo que dificulta obtener concesiones de sus aliados. En conjunto, la primacía se parece más a que Estados Unidos paga para defender a otros.

La historia demuestra que el comercio favorece la paz y que las barreras comerciales pueden llevar a la guerra. Sin embargo, los flujos comerciales no dependen de tropas estadounidenses en bases extranjeras ni de la presencia naval o aérea de Estados Unidos. La economía internacional no necesita un Leviatán, y probablemente ha sufrido cuando Estados Unidos ha intentado ejercer influencia militarmente. En general, los defensores de la primacía sobrevaloran el papel militar estadounidense en el comercio global e ignoran cuánto ha perturbado mercados y regiones vitales. La dominación militar estadounidense es, en el mejor de los casos, un arma de doble filo para defender el orden comercial liberal, y una estrategia sumamente costosa.

Mantener esta primacía exige el ejército más capaz y caro del mundo. El gasto militar de Estados Unidos se mantiene en niveles históricamente altos, superando con creces el promedio de la Guerra Fría. Durante el mandato de Obama, el gasto en defensa fue un 17 % mayor que en la década anterior, y bajo Trump continuó aumentando, con proyecciones que indican un crecimiento sostenido para los años siguientes. No obstante, a pesar de estos incrementos, expertos y responsables de seguridad nacional expresan preocupación por la preparación del ejército para cumplir sus misiones. Un informe bipartidista en 2018 describió una “crisis del poder militar estadounidense”, señalando que las capacidades actuales son insuficientes para enfrentar los peligros crecientes y advirtiendo que, sin recursos adicionales, el Departamento de Defensa no podrá cumplir las ambiciones de la estrategia nacional.

Es evidente que la primacía estadounidense representa una carga financiera cada vez mayor sin garantizar los beneficios esperados, lo que pone en duda su sostenibilidad futura.

Es importante comprender que la influencia global no se sostiene únicamente con la fuerza militar. La economía mundial se ha vuelto más interdependiente y multipolar, lo que implica que la hegemonía absoluta es cada vez más difícil y costosa de mantener. Además, la política exterior militarista puede socavar la estabilidad económica y política de regiones clave, generando resistencias y efectos contraproducentes. Finalmente, la verdadera fortaleza económica radica en la innovación, la productividad y la calidad de los bienes y servicios, no en la capacidad de coacción militar.

¿Cómo los Líderes Políticos Modelan la Realidad? La Mentira y Manipulación en la Política Moderna

En la política contemporánea, la manipulación de la realidad se ha convertido en un mecanismo crucial de poder. Los líderes, especialmente en democracias altamente polarizadas, tienden a usar la mentira no solo como una herramienta de defensa, sino como un instrumento de control. Un fenómeno llamativo en este contexto es la proliferación de declaraciones falsas o engañosas que, lejos de ser vistas como un signo de debilidad, parecen ser entendidas como estrategias eficaces para dominar el debate público y evitar rendir cuentas ante la crítica. A menudo, estas mentiras no se limitan a los errores involuntarios, sino que son planeadas, calculadas para reconfigurar la percepción del electorado y alterar la narrativa nacional a su favor.

El ex-presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, es un ejemplo claro de esta dinámica. Desde sus primeras declaraciones en su campaña presidencial, se evidenció un patrón de comunicación basado en la exageración y distorsión de hechos. Durante su mandato, las afirmaciones erróneas que hizo no fueron simplemente lapsus; eran piezas estratégicas dentro de un rompecabezas más grande de manipulación mediática. Trump repetidamente acusó a figuras políticas y periodistas de distorsionar la verdad, mientras él mismo sembraba una cantidad extraordinaria de desinformación. Según análisis de medios como The Washington Post y The New York Times, Trump hizo miles de afirmaciones falsas o engañosas, que afectaron tanto a sus rivales políticos como a la percepción pública de la realidad.

El análisis de las declaraciones de Trump revela un patrón de contradicciones y mentiras sistemáticas, muchas veces centradas en temas clave como la política exterior, la economía y los derechos humanos. Por ejemplo, en torno a la guerra en Siria, Trump cambió de opinión de manera dramática, pasando de oponerse al ataque militar a apoyar la intervención militar sin un fundamento claro. Esto ilustra cómo un líder puede construir una narrativa propia que no se basa en hechos verificables, sino en la capacidad de sembrar confusión y dividir a la opinión pública. En muchos casos, los ciudadanos que se oponían a sus políticas se enfrentaban a la dificultad de discernir entre hechos y opiniones, una confusión deliberada que favorecía al mandatario.

La técnica de la mentira se combina con la creación de una "realidad alternativa" que hace difícil discernir lo verdadero de lo falso. En muchos aspectos, el comportamiento de Trump encarna lo que algunos estudiosos han denominado "realpolitik de la mentira", donde la verdad se convierte en un medio flexible y maleable, adaptándose a las necesidades del poder político. Esta técnica no es nueva, pero ha alcanzado niveles sin precedentes con la llegada de las redes sociales y la constante presencia de los medios de comunicación. A través de Twitter, Trump no solo expresaba sus pensamientos, sino que moldeaba la narrativa política del día, usando su cuenta como un megáfono para lanzar mensajes contradictorios y polarizantes que complicaban cualquier intento de análisis coherente.

Lo que es aún más preocupante en este tipo de estrategias es el efecto que tienen sobre la democracia y la confianza pública. Si las figuras públicas pueden mentir impunemente sin consecuencias, se debilita la función de la verdad como un valor central en el discurso político. Cuando los políticos se convierten en expertos en tergiversar la realidad, el debate se mueve de los hechos hacia una lucha de narrativas, donde lo importante no es la veracidad, sino la capacidad de manipular a las masas. Esto crea una situación donde la confianza en las instituciones, los medios de comunicación y los propios procesos democráticos se erosiona lentamente, lo que permite que los líderes sigan gobernando sin una verdadera rendición de cuentas.

Es esencial comprender que esta situación no es única de un individuo o de un momento histórico. La historia está llena de ejemplos donde la manipulación de la verdad se ha usado para consolidar el poder, desde la propaganda en regímenes totalitarios hasta las campañas de desinformación modernas. Sin embargo, lo que distingue el caso de Trump es la integración de nuevas tecnologías y plataformas de comunicación que amplifican la propagación de mentiras, haciendo más difícil para el público discernir los hechos. Esta era digital, donde las noticias falsas se esparcen rápidamente y las voces disidentes se suprimen o se acusan de ser "enemigos del pueblo", está modelando una nueva forma de interacción política.

Además, el concepto de “mentira estratégica” ha sido un tema central en los análisis de expertos en política y psicología. Desde un punto de vista psicológico, los líderes que recurren constantemente a la mentira pueden estar operando dentro de un marco narcisista, donde la verdad se subordina a la necesidad de reafirmar su superioridad. El comportamiento de Trump ha sido descrito por algunos como la manifestación de un trastorno de personalidad narcisista, lo que complicó aún más las interacciones políticas y públicas durante su administración. En este contexto, la mentira no solo cumple una función política, sino que también se convierte en un mecanismo de defensa personal, un medio para proteger su imagen y consolidar su poder.

A lo largo de su mandato, el discurso de Trump se caracterizó por la repetición de ciertos patrones: ataques a los medios, descalificación de sus opositores, y un uso constante de términos como “fake news” para desacreditar todo aquello que no se alineaba con su visión del mundo. Esta estrategia de desinformación no solo permitió que Trump consolidara su base de apoyo, sino que también sembró una profunda desconfianza en las instituciones tradicionales. Para sus seguidores, la verdad se volvía un concepto flexible, algo que solo tenía valor en función de la lealtad a su figura política. Este fenómeno no es exclusivo de Trump, sino que refleja una tendencia más amplia en la política contemporánea, donde la manipulación de la información se ha convertido en una herramienta habitual.

La desinformación también se nutre de la crisis de la confianza en las instituciones democráticas. Los votantes se sienten cada vez más desconectados de los procesos políticos tradicionales y, como resultado, se hace más fácil para los líderes autoritarios y populistas moldear la narrativa a su favor. La desconfianza generalizada hacia los medios de comunicación, los expertos y los partidos políticos tradicionales contribuye a que los ciudadanos acepten versiones alternativas de la realidad, que a menudo son presentadas por figuras políticas con agendas claras y poderosas. El peligro de este fenómeno radica en que, si no se aborda adecuadamente, puede llevar a la erosión de los principios democráticos y al ascenso de gobiernos cada vez más autocráticos.

La lección clave para el lector es que, en un mundo de creciente desinformación, el poder de las mentiras políticas no debe subestimarse. La capacidad de los líderes para moldear la realidad no solo depende de su habilidad para manipular hechos, sino también de la falta de vigilancia crítica en el público. La lucha por la verdad es, en última instancia, una lucha por el bienestar y la estabilidad democrática.

¿Cómo influyó la expansión de la OTAN en la política exterior de Estados Unidos y su relación con Rusia?

A mediados de la década de 1990, la victoria aparentemente fácil de la OTAN sobre las fuerzas serbias en Bosnia fue vista como una reafirmación de la utilidad de la alianza, que había sido creada originalmente para disuadir a la Unión Soviética. Sin embargo, este nuevo papel no fue inmediatamente evidente. De hecho, la incapacidad de la OTAN para detener los enfrentamientos entre croatas, serbios y musulmanes en las exrepúblicas yugoslavas pudo haber mostrado la disminución de la utilidad de la alianza. No obstante, el Acuerdo de Dayton, que selló el destino de los serbios en Bosnia, también ayudó a consolidar el apoyo a la OTAN. Los defensores de la alianza afirmaron que la unificación de los países europeos fomentaría la paz en una región históricamente inestable. Argumentaban que la membresía en la OTAN incentivaría a los países, incluso a aquellos con antiguos conflictos, a resolver sus disputas de manera pacífica. Apuntaban a los ejemplos de Alemania y Francia en las décadas de 1950 y 1960, así como de Turquía y Grecia en los años 80, como prueba del efecto pacificador de unir a antiguos adversarios en una misma alianza.

El asesor de seguridad nacional estadounidense, Lake, explicó que los estadounidenses debían seguir comprometidos con la OTAN, incluso sin la amenaza soviética, porque la inseguridad en cualquier parte de Europa afectaría inevitablemente la seguridad de Estados Unidos. "La historia nos ha enseñado que cuando Europa está en caos, Estados Unidos sufre, y cuando Europa está en paz y prospera, Estados Unidos también puede prosperar", señaló Lake. El presidente Clinton reiteró estos sentimientos en un discurso en la Academia Militar de West Point: "El destino de Europa y el futuro de América están unidos". La expansión de la OTAN gozó de un amplio apoyo bipartidista en el establecimiento de política exterior de Estados Unidos. Los demócratas liberales apoyaron la visión de Clinton sobre la OTAN como una fuerza estabilizadora para Europa y un vehículo para la propagación del liberalismo y la democracia. Muchos republicanos, desde los duros críticos de Clinton como el senador Jesse Helms hasta los internacionalistas moderados como el senador Richard Lugar, vieron la expansión de la OTAN como una forma de sellar la victoria de Estados Unidos sobre la Unión Soviética. Integrar a Europa del Este dentro de la órbita estadounidense también podría garantizar que Rusia no volviera a emerger como un desafío creíble para el poder estadounidense en la región o a nivel global.

Sin embargo, la mayoría de los rusos se opusieron a este proceso. Los funcionarios estadounidenses y de la OTAN trabajaron para mitigar las preocupaciones de Moscú sobre la expansión de la OTAN en los antiguos países del Pacto de Varsovia, asegurando que no representaba una amenaza para Rusia. En mayo de 1995, durante una cumbre en Moscú, Rusia se unió al Programa de Asociación para la Paz de la OTAN. De manera separada, Clinton y el presidente ruso Boris Yeltsin intercambiaron ideas sobre la creación de una alianza OTAN-Rusia. Clinton, sabiendo que los rusos no recibirían bien la idea de expansión de la OTAN, no fijó un calendario para su implementación, lo que ayudó a suavizar el tema dentro de Rusia, y Yeltsin ganó la reelección en 1996. A partir de entonces, los funcionarios de la administración Clinton interpretaron los resultados de esa elección como prueba de que los rusos, aunque de mala gana, tolerarían la expansión de la OTAN. La alianza avanzaría hacia el este, mientras que el Consejo Permanente Conjunto OTAN-Rusia otorgaba a Rusia una voz en los asuntos de la OTAN, pero sin poder real dentro de la alianza.

En mayo de 1997, la secretaria de Estado de EE. UU., Madeleine Albright, presentó las pautas para la expansión, que se formalizarían más tarde en el Plan de Acción para la Membresía (MAP, por sus siglas en inglés). A partir de ese momento, la OTAN no excluiría a ningún estado europeo que cumpliera con los requisitos del MAP. Posteriormente, en una cumbre en Madrid el 8 de julio de 1997, los miembros de la OTAN invitaron a Polonia, Hungría y la República Checa a unirse a la alianza. El 1 de mayo de 1998, Estados Unidos se convirtió en el quinto de los 16 miembros de la OTAN en aprobar la admisión, con una votación en el Senado de 80-19 a favor. Los opositores incluían a 10 demócratas y 9 republicanos. Otros miembros de la OTAN siguieron el ejemplo, y el 12 de marzo de 1999, los tres nuevos miembros fueron formalmente admitidos en la alianza. Fue la primera expansión de la OTAN en casi 17 años; España había ingresado en mayo de 1982.

El proceso por el cual estos tres países fueron admitidos se convirtió en un modelo para guiar a otras naciones que aspiraban a unirse a la OTAN. Sin embargo, la expansión de la OTAN suscitó oposición y críticas. Las disputas entre Clinton y Yeltsin sobre este tema fueron algunas de las más tensas durante sus presidencias superpuestas. Los funcionarios rusos cuestionaron la necesidad de la alianza para salvaguardar la seguridad de Europa, y eran igualmente escépticos de las afirmaciones de Estados Unidos y la OTAN de que la alianza no representaba una amenaza. Muchos críticos dentro de Estados Unidos coincidieron con esta postura. Los líderes militares temían que un compromiso continuo o expandido de Estados Unidos con la defensa de Europa agotara una fuerza en disminución. Un conjunto de expertos en política exterior, que incluía a funcionarios electos, diplomáticos retirados, oficiales militares y académicos prominentes, consideraba que la expansión era innecesaria y advertía que podría aumentar la tensión en las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, en lo que podría haber sido un largo deshielo post-Guerra Fría.

El veterano diplomático y académico George Kennan calificó la expansión de la OTAN como "el error más fatal de la política exterior estadounidense en toda la era posterior a la Guerra Fría". Otros factores contribuyeron a la controversia sobre la expansión hacia el este de la OTAN. Las amenazas dentro y hacia Europa Central y del Este nunca habían sido una preocupación principal de la seguridad nacional de Estados Unidos. La geografía de la región dificultaba la defensa por parte de potencias extranjeras, y las tensiones étnicas transfronterizas indicaban problemas futuros. Por ejemplo, Hungría siempre había mostrado interés por la suerte de la diáspora húngara (que contaba con unos 5 millones de personas) en Rumanía y otros lugares. Las tensiones en Bielorrusia amenazaban con desbordarse en Polonia.

La segunda ronda de expansión de la OTAN planteó problemas similares. En noviembre de 2002, siete naciones—Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia—fueron invitadas a unirse, y todas obtuvieron la membresía completa el 29 de marzo de 2004, en la mayor expansión de la alianza desde su fundación. Todas siguieron las pautas del MAP, al igual que otros tres miembros que se unieron más tarde: Albania y Croacia en 2009, y Montenegro en 2017. Reflexionando sobre un proceso que finalmente duplicó el número de estados dentro de la OTAN, incluso algunos defensores de la decisión de avanzar con la expansión de la OTAN reconocen que podría haber tenido efectos secundarios desafortunados. "Los historiadores debatirán sobre la sabiduría de la expansión de la OTAN", según el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, Richard N. Haass, y "no hay forma de saber si la trayectoria de las relaciones con Rusia habría sido mejor" si no se hubiera producido la expansión. "Lo único que se puede saber con certeza", agrega Haass, "es que la expansión de la OTAN contribuyó a la alienación de Rusia". Michael O'Hanlon de la Brookings Institution está de acuerdo, calificando la expansión de la OTAN como "la causa fundamental del problema" en las relaciones entre Estados Unidos y Rusia en la actualidad, al menos en la mente de Vladimir Putin. O'Hanlon sostiene que la posibilidad de más expansión representa una "máquina apocalíptica que aumenta la probabilidad de un conflicto en Europa".