El sistema político estadounidense, con su habitual división de poderes, funciona mejor cuando las instituciones logran encontrar espacios de compromiso. Sin embargo, esta disyuntiva se amplifica en Estados Unidos debido a la frecuente ocurrencia de un gobierno dividido a nivel federal. En este contexto, el marketing político se convierte en una herramienta clave para respaldar los productos políticos, donde las promesas deben ser defendidas sin reservas. Pero, ¿cómo puede ocurrir un compromiso si este implica socavar la integridad de la marca política y de los políticos que la construyen?
Este desafío no es exclusivo de los estrategas políticos, pero en Estados Unidos toma una dimensión aún mayor debido a cómo se distribuye el poder entre el gobierno federal y los estados. El marketing político, en este contexto, promete que el producto (es decir, las políticas y las promesas de campaña) funcionará como se prometió, pero ¿cómo podría el consumidor político creer en ello si los políticos comprometen esas promesas para lograr algo?
Gobernar, en lugar de ser un proceso en el que todos colaboran para alcanzar soluciones mutuamente aceptables, ha pasado a ser una lucha de marcas. Donald Trump, por ejemplo, buscó y logró una omnipresencia de marca para sí mismo y para las acciones de su Administración. Sin embargo, este logro no fue suficiente para ganar la reelección, porque su marca se enfocó demasiado en los segmentos más exitosos de su base. Esta estrategia se diferencia de la de otros presidentes que, al intentar usar el branding, solían buscar un equilibrio entre gobernar y generar consenso, mientras trataban de ser una figura unificadora para la nación.
Trump, en cambio, se centró en servir a sus "mejores clientes", vendiendo continuamente su mensaje sin buscar unificar al país. Este enfoque reforzó los segmentos en los que la sociedad ya se había dividido, en lugar de tratar de construir una visión común. De alguna manera, Trump hizo lo que Nike había hecho con el branding de productos de consumo. Nike cambió el enfoque del marketing basado en marcas al dejar de buscar la popularidad general para centrarse en ganar la preferencia de las audiencias correctas. Esto lo ejemplifica la controvertida campaña publicitaria en la que el exquarterback Colin Kaepernick apareció como protagonista. A pesar de la reacción negativa que generó, Nike no dudó en defender su postura. Como afirmó el CEO de Nike, Phil Knight, "No importa cuántas personas odien tu marca, siempre y cuando haya suficientes personas que la amen."
Trump adoptó una estrategia similar. No tenía miedo de ofender a sus críticos ni de "caminar por el medio de la calle". Su lenguaje y sus acciones estuvieron cuidadosamente diseñados para contar una historia que su base deseaba escuchar, sin preocuparse por la opinión de los demás. Un claro ejemplo de esto fue su política de inmigración, que incluyó medidas como la construcción de un muro fronterizo, la inclusión de una pregunta sobre ciudadanía en el censo y el endurecimiento de las políticas de asilo. Enfrentado a las críticas sobre las condiciones en los centros de detención para migrantes, Trump respondió con una frase que resonó entre sus seguidores: "Si los inmigrantes ilegales están descontentos con las condiciones en los centros de detención, que no vengan."
Este tipo de respuestas estaba destinado a reforzar la marca Trump, presentando a los demócratas como los defensores de la inmigración ilegal y de una política de fronteras abiertas. Con estas afirmaciones, Trump no solo defendía las condiciones en los centros de detención, sino que también enmarcaba a los opositores como aquellos responsables de los problemas migratorios, al mismo tiempo que proponía soluciones que eran directamente alineadas con las expectativas de sus votantes más fieles.
Al igual que Nike, Trump supo dirigir sus esfuerzos hacia un público específico. Su enfoque no era el de una marca política que buscara la aceptación general, sino una que profundizara en las divisiones preexistentes y las utilizara a su favor. Trump entendió que, en la era de las redes sociales, la segmentación del público era esencial. Utilizó las plataformas digitales para afianzar su mensaje entre aquellos que ya compartían su visión del mundo, mientras que sus detractores solo ayudaban a consolidar aún más su imagen como un líder fuera de lo común.
Esta estrategia de "branding político" fue sumamente efectiva para movilizar a su base. Sin embargo, no logró ser suficiente para ganar una reelección en 2020. Al igual que en el marketing de productos, donde la fidelidad a un grupo específico de consumidores puede ser eficaz, pero limitada en su alcance, Trump no pudo expandir su base lo suficiente para lograr una victoria en el Colegio Electoral.
Lo que Trump dejó claro fue que una figura presidencial podía convertirse en una marca omnipresente. Se convirtió en un presidente cuya figura no solo era amada o odiada, sino que, independientemente de la postura, no se podía ignorar. Sin embargo, la marca Trump no solo fue un ejemplo de éxito en términos de marketing político, sino también un reflejo de un cambio en las dinámicas de la política estadounidense. De alguna manera, revivió el espíritu anti-élites que había caracterizado a figuras como Andrew Jackson, el séptimo presidente de Estados Unidos, quien, al igual que Trump, utilizó su origen fuera de las elites políticas para atraer a votantes que se sentían marginados por el sistema tradicional.
Este enfoque, centrado en apelar a los votantes menos atendidos, tiene implicaciones importantes para la democracia representativa. Aunque los medios tradicionales y las instituciones mediadoras pierden poder, figuras como Trump han logrado revitalizar el debate político mediante la activación de una franja significativa de la población que sentía que no tenía representación.
¿Cómo la estrategia de marca de Trump impactó su reelección y la política en EE. UU.?
Trump utilizó una estrategia de marca omnipresente, basada en la polarización y la creación de una narrativa que lo mantenía en el centro de atención, como un individuo distinto a la figura tradicional del presidente estadounidense. En lugar de buscar la unidad o el apoyo de sus opositores, su enfoque se centraba en dominar segmentos específicos del electorado, utilizando los medios de comunicación y especialmente las redes sociales para mantenerse en la vanguardia. Esta estrategia le permitió conectar profundamente con una base de votantes leales, pero también lo limitó a ser un presidente para solo una parte de la población estadounidense.
El uso de las redes sociales por parte de Trump fue un aspecto crucial. A través de Twitter, logró comunicar directamente con sus seguidores, sin necesidad de los filtros tradicionales de los medios de comunicación. Esto le permitió moldear su propia narrativa y, al mismo tiempo, evitar los constantes ataques de los medios y de los opositores. Sin embargo, el uso exclusivo de este tipo de comunicación también lo despojó de la capacidad de llegar a aquellos que no compartían su visión, lo que se evidenció en sus derrotas en el Colegio Electoral en 2016 y 2020.
Uno de los aspectos más característicos de su marca fue la creación de una "marca pegajosa", que se enfocaba en lo memorable, no necesariamente en lo idealizado. Trump no intentaba encajar en la imagen tradicional de un presidente, y su política fue, en muchos aspectos, una extensión de su marca personal. Esto quedó claro al no proyectar una imagen de liderazgo tradicional durante crisis como la pandemia de COVID-19. En lugar de adaptarse y modificar su imagen en respuesta a una situación que requería empatía y habilidades de gestión, Trump se aferró a su carácter de hombre fuerte, combativo, alineado con su base, lo que le resultó perjudicial.
Cuando el mundo entero se vio afectado por la pandemia de COVID-19, Trump tuvo la oportunidad de liderar de manera diferente, pero decidió seguir con su estrategia de marca. Sus apariciones en los medios durante las conferencias diarias sobre el virus a menudo se desbordaban de ataques a los medios de comunicación y de críticas políticas, más que de soluciones prácticas. La crisis económica y las tensiones raciales que emergieron en el verano de 2020 tampoco hicieron que cambiara de rumbo. De hecho, la imagen de incompetencia que proyectó durante esos momentos de angustia popular fue uno de los factores decisivos que contribuyó a su derrota electoral.
Una diferencia importante entre Trump y su partido fue la forma en que los republicanos se presentaron en las elecciones de 2020. Mientras Trump se enfocó en una narrativa muy personal, centrada en su marca y su visión de una economía en crecimiento, el Partido Republicano centró su mensaje en políticas concretas que resonaban con un público más amplio, como la seguridad y la lucha contra el socialismo. Los republicanos, aunque compartían algunas de las mismas ideas que Trump, lograron conectar con votantes de diferentes espectros, porque sus mensajes parecían más orientados a resolver problemas prácticos y menos a construir una narrativa personal.
La estrategia de marca omnipresente de Trump tuvo también su lado negativo. Si bien su presencia constante mantenía a su base enganchada, la repetición de su mensaje, que se centraba en su imagen y no en soluciones reales, terminó por generar fatiga en la población general. A medida que la polarización aumentaba, también lo hacía la percepción de que Trump estaba más enfocado en mantener su marca que en gobernar de manera efectiva.
En las semanas previas a las elecciones de 2020, Trump no solo siguió alimentando su marca, sino que además apostó por un mensaje de "fraude electoral", que caló hondo entre sus seguidores. En lugar de aceptar los resultados, construyó una narrativa de que las elecciones fueron manipuladas, un relato que, aunque no estaba basado en evidencia, resonó fuertemente en su base. La popularidad de esta narrativa fue tan grande que facilitó la recaudación de fondos para su campaña, a pesar de que estos recursos fueron en su mayoría destinados a pagar deudas previas.
El asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, producto de las tensiones generadas por la narrativa de "robo electoral", muestra cómo una estrategia de marca centrada en emociones y segmentación de audiencias puede tener consecuencias de gran alcance. Los seguidores de Trump, que solo escuchaban su versión de los hechos, fueron impulsados a la acción de manera tan vehemente que se vieron involucrados en un acto de violencia en el corazón del gobierno estadounidense. Este episodio dejó claro que las marcas, cuando se construyen sobre la polarización y la exclusión de las voces opuestas, pueden ser extremadamente poderosas, pero también peligrosas.
Además de las implicaciones de su marca en la política, es importante considerar cómo el entorno mediático y la tecnología han transformado la manera en que se llevan a cabo las campañas. Las redes sociales no solo han permitido que Trump se mantuviera en el centro del debate, sino que también han permitido que otros actores políticos lleguen a audiencias de manera más directa y segmentada, abriendo la puerta a una política más personalizada y menos centrada en el consenso general.
¿Por qué la estrategia de marca de Trump fracasó en 2020 a pesar de los resultados aparentemente positivos?
La estrategia política de Donald Trump, centrada en su marca personal, experimentó transformaciones significativas durante la elección de 2020, un ciclo electoral marcado por la pandemia de COVID-19 y un contexto social y económico cambiante. En 2016, Trump logró captar un electorado muy específico al construir una imagen de disruptor, un político ajeno a las estructuras tradicionales, que resonaba especialmente con una base de votantes descontentos y marginados. Sin embargo, en 2020, la misma estrategia no fue suficiente para asegurar su reelección, a pesar de que recibió más votos que en 2016.
En primer lugar, la situación política y social en 2020 era radicalmente distinta a la de cuatro años antes. Trump, como presidente en ejercicio, se encontraba en una posición incómoda: su campaña no solo debía renovarse, sino también adaptarse a las nuevas circunstancias del mercado electoral. Su visión de una reelección basada en su récord económico y en los logros de su administración quedó eclipsada por la crisis sanitaria global. El manejo del COVID-19, visto por muchos como desorganizado y con respuestas poco claras, terminó convirtiéndose en el tema dominante de la campaña, desplazando a otros asuntos, como la economía. En este nuevo escenario, Trump se vio obligado a recurrir a los mismos mensajes que utilizó en 2016, enfocándose en el crecimiento económico y minimizando la gravedad de la pandemia. Sin embargo, ese enfoque no funcionó como en el pasado.
La reacción de Trump ante una situación sin precedentes fue limitada, pues no logró ajustar su mensaje a las realidades cambiantes del electorado. Su enfoque polarizador y su estrategia de confrontación lo alejaron de segmentos clave de votantes, particularmente aquellos tradicionalmente republicanos, quienes, frustrados por la gestión de la pandemia y el clima de división social, se volcaron hacia Joe Biden, quien jugaba el papel del hombre común de clase trabajadora de una manera más efectiva y con un enfoque menos divisivo. Biden, a diferencia de Clinton en 2016, fue capaz de movilizar a una base de votantes más amplia, apelando no solo a su propio electorado, sino también a una parte significativa del electorado republicano moderado.
Aunque Trump no logró ajustar su marca a tiempo, su estrategia de posicionarse como una figura omnipresente no fue un fracaso total. Su presencia constante, tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales, mantuvo una lealtad sólida en su base de seguidores. Sin embargo, al no saber adaptarse a las cambiantes demandas del mercado electoral, perdió apoyos cruciales en zonas geográficas clave. En 2020, Trump ganó más votos que en 2016, pero su oponente obtuvo aún más, lo que resultó en su derrota. Esto subraya que, si bien la estrategia de marca de Trump no fue completamente fallida, su incapacidad para ajustarse a los nuevos desafíos políticos y su estrategia de comunicación excesivamente centrada en la polarización le costaron la reelección.
Después de la derrota, Trump continuó con su estrategia de marca al lanzar una plataforma destinada a recaudar fondos, cambiar los resultados electorales y deslegitimar la administración Biden. Sin embargo, estos esfuerzos no fueron suficientes para revertir los resultados, y Trump pasó a ser una figura cada vez más polarizada dentro del Partido Republicano. Su participación en los eventos del 6 de enero de 2021, al incitar a la multitud que luego asaltó el Capitolio, mostró el peligro inherente a su estilo de comunicación divisivo y agresivo, que, aunque muy efectivo en movilizar a su base, también resultó en consecuencias graves.
El caso de Trump demuestra cómo la estrategia de marca, por poderosa que sea, puede volverse contraproducente si no se ajusta a las circunstancias cambiantes del entorno político y social. La polarización extrema y la falta de flexibilidad en un momento crítico contribuyeron a su derrota. Aunque su base de apoyo sigue siendo fuerte, la falta de adaptabilidad y el enfoque limitado en su estrategia de comunicación lo llevaron a una división interna que aún resuena en la política estadounidense.
Es importante señalar que el éxito de una marca política no depende únicamente de la lealtad de su base, sino también de su capacidad para atraer a nuevos segmentos del electorado y adaptarse a cambios significativos en el contexto social, económico y político. La lealtad puede ser una fuerza poderosa, pero, en última instancia, es el equilibrio entre la fidelidad del electorado y la capacidad de expandir esa base lo que determina el éxito o fracaso electoral.
¿Cómo el branding político de Trump cambió la narrativa en la política estadounidense?
El fenómeno de Donald Trump y su ascenso en la política estadounidense se puede entender como un caso emblemático de cómo el branding político, una técnica comúnmente asociada con el marketing comercial, transformó la dinámica electoral y las estructuras tradicionales de poder. Su enfoque, claramente populista y nacionalista, apeló a una base amplia que se sintió marginada por los elites del país, quienes, a su juicio, dominaban tanto la política como la economía. A través de un mensaje simplificado y directo, Trump se posicionó como el portavoz de aquellos que deseaban un cambio radical frente a la globalización y el sistema político tradicional, logrando lo que podría considerarse una revolución dentro de los márgenes de la política convencional.
Su marca política no solo logró atraer a un segmento creciente de votantes, sino que también generó una reacción visceral en contra de las instituciones políticas tradicionales. La división fue clara: su audiencia tendía a ser más mayor, rural, religiosa y mayormente masculina, pero, sorprendentemente, también logró conectar con votantes de color, lo que se convirtió en un componente clave de su estrategia. En términos de branding, su mensaje apelaba tanto a un nacionalismo racial como a una identidad cultural única que no se había promovido en la política estadounidense desde la campaña de Pat Buchanan en 1992.
Lo que distingue a Trump es su capacidad para identificar un mercado no atendido, y no solo eso, sino posicionarse como el campeón de ese sector. Esta habilidad para crear una marca que resonara con una gran parte de la población que se sentía excluida de la conversación política dominante es lo que consolidó su éxito. Trump no solo desafiaba el orden establecido, sino que también cuestionaba el derecho de las élites a gobernar basándose únicamente en sus credenciales académicas y profesionales. Este desafío era claramente paralelo al apoyo que otrora recibió Ross Perot, quien también encontró resonancia entre aquellos que anhelaban una política más orientada hacia los intereses populares.
La estrategia de Trump fue divisiva, y esto no pasó desapercibido para muchos de sus detractores. En un momento, Hillary Clinton expresó que la mitad de los votantes de Trump pertenecían a un "cesto de deplorables", una declaración que, aunque incomprendida, fue aprovechada por el equipo de campaña de Trump para consolidar aún más su imagen como un líder que luchaba por los desposeídos, los ignorados por el establecimiento político y mediático. Así, en un contexto mediático saturado, Trump y sus oponentes crearon una narrativa emocionalmente cargada que dividió aún más al electorado.
Este tipo de branding, cargado de elementos emocionales, es similar al que se observa en los deportes: cada lado construye una narrativa en la que su "equipo" es el bueno, y el contrario es el malo, el corrupto o el que hace trampa. En este sentido, la política de Trump no solo fue una guerra de ideas, sino una batalla por controlar la narrativa emocional de la nación. Sus oponentes, al igual que los suyos, emplearon tácticas de branding que implicaban la demonización del contrario y la creación de un universo moralmente polarizado. Sin embargo, lo que diferenciaba a Trump de muchos políticos anteriores era su habilidad para mantener a su base movilizada a través de la constante presencia mediática y la viralización de su mensaje a través de las redes sociales.
En cuanto a los opositores de Trump, muchos de ellos veían su ascenso como una amenaza a la democracia, olvidando que muchas de las políticas que defendía no habían sido decididas directamente por el Congreso o el Presidente, sino por cortes y burocracias. Esta contradicción sobre la naturaleza de la "democracia" se convirtió en un tema recurrente en la crítica a Trump, quien se presentó a sí mismo como el corrector de un sistema administrativo que, a su juicio, había sido secuestrado por una élite. Sin embargo, la pregunta sobre si su nacionalismo era una forma de patriotismo inclusivo o un movimiento de supremacía blanca sigue siendo un tema central de debate.
Lo que realmente permitió a Trump ganar las elecciones de 2016 y casi ganar las de 2020 fue su estrategia de microsegmentación y su presencia omnipresente en los medios, que lograron construir una coalición suficientemente amplia y bien distribuida. La segmentación no solo se basaba en intereses económicos o ideológicos, sino que también apelaba a emociones profundas, tales como el miedo, la ira o el resentimiento, sentimientos que generaban una movilización constante de sus seguidores.
En un panorama mediático cada vez más fragmentado, los medios de comunicación y los grupos de interés encontraron en Trump una fuente inagotable de contenido. Su estilo polarizante no solo era ideal para aumentar las audiencias, sino que también permitía a los medios diferenciarse unos de otros al construir marcas con narrativas emocionales particulares. Esto generó una competencia feroz por captar la atención de los segmentos de audiencia que se sentían más conectados con las posiciones de Trump, creando una especie de ecosistema informativo donde las noticias se personalizaban según las creencias y emociones del espectador.
Además de la fragmentación mediática, la era de Trump también puso en evidencia la creciente influencia de los medios ideológicos y la aparición de plataformas de noticias alternativas. El éxito de Trump como figura política se vio acompañado por una multiplicación de voces que apoyaban y criticaban su administración, pero todos entendieron rápidamente que los debates ya no se trataban solo de hechos objetivos, sino de cuál narrativa emocional podía prevalecer.

Deutsch
Francais
Nederlands
Svenska
Norsk
Dansk
Suomi
Espanol
Italiano
Portugues
Magyar
Polski
Cestina
Русский